Por Raquel Olea, Corporación La Morada – Revista Bravas
“Chile despertó”, “explosión” o “estallido social” son algunas de las expresiones locales que se han usado para nombrar el acontecimiento que sorprendió a la sociedad chilena el 18 de octubre, en reacción al alza de 30 pesos en el pasaje del Metro de Santiago. El llamado de los estudiantes que incitó e inició la protesta fue “Evadir y no pagar”. Desde entonces, la ciudadanía se mantiene alerta y prendida a sus demandas, insistentes y reiteradas en los últimos años porque “no son 30 pesos, son 30 años”, decían.
Chile ya había despertado: anteriores marchas y protestas venían señalando la indignidad, la precarización en las pensiones, los servicios básicos de altos costos para muchos y las enormes ganancias para pocos, y la pérdida de derechos: a la educación, a la salud pública de calidad y gratuita. “Ellos se atienden en clínicas privadas y nosotros nos morimos en listas de espera”, escuché decir a un joven manifestante. Muchos de ellos, de ellas hablan por sus abuelos, sus abuelas.
Chile había despertado con la lucha de las mujeres feministas por los derechos sexuales y reproductivos: por el derecho al aborto libre, seguro y gratuito; por la visibilización de la violencia de género y sexual, laborales y callejeras. También en protesta por la contaminación industrial que, impunemente, no cumple regulaciones medioambintales; contra la injusticia y la impunidad de las corrupciones y colusiones empresariales. La lista puede ser larga. Se demanda dignidad y así se ha re-nombrado la antigua Plaza Italia, lugar que concentra diariamente a la multitud.
El cansancio frente a la indolencia y la prepotencia de la elite político-empresarial provocó el estallido de una exasperación radical, de una nueva energía que desde 40 días (al cierre de este artículo) abomina públicamente del modelo neoliberal del que Chile ha sido modelo, con una sociedad extremadamente abusiva y desigual. Este diagnóstico, compartido mayoritariamente, evidencia que los dormidos fueron las elites dominantes que, distanciados de la vida de los otros/otras, no supieron mirar a quienes no participan de los rendimientos del sistema: las personas pobres, viejas, y las jóvenes marginadas, que de pronto brotaron en la expresión común de una resistencia a la depredación y el abuso. Por eso es tan grave que el gobierno haya mostrado su rostro más feroz, el de la represión que exhibe, innecesariamente, la violencia del Estado.
Informes de organizaciones internacionales y chilenas han constatado graves violaciones a los derechos humanos: torturas en comisarías, violaciones, desnudamientos forzados a mujeres y niñas, mutilaciones oculares en más de doscientos jóvenes. Un homenaje aquí a Gustavo Gatica, estudiante de 21 años, quien perdió para siempre la visión de sus dos ojos mientras fotografiaba las protestas.
De norte a sur, las ciudades chilenas han sido día a día escenarios de una fuerza épica e inédita en los últimos treinta años. El rostro del movimiento social es diverso y tiene tonos nuevos. Las calles están ocupadas por una multitud sin nombre, ni adjudicación política determinada, que marcha sin banderas de partidos políticos, ni de organizaciones sociales que enuncien su ideología. Hay, en cambio, banderas chilenas, mapuches, feministas, de clubes deportivos ondean en una celebración alegre. La multitud, alerta, bulle con sus cantos y con consignas que expresan su malestar. Aun sin haber sido escuchada, esa multitud vive la ficción de ser representada por una clase política, que atraviesa una grave crisis de credibilidad. De las protestas, que son pacíficas, participa gente que quizás vota en las elecciones (o no), pero alguna vez tuvo esperanzas en las promesas del sistema que, por supuesto, nunca se cumplieron.
Simultáneamente, otro rostro sin identidad definida, sin voz, ni nombre emerge sin haber sido convocado –nunca lo ha sido– en la mesa de la política. Se trata de un rostro cubierto, encapuchado, que expresa radicalmente la rabia de sus deseos acallados. Con una fuerza primaria y poderosa, habla con la lengua del fuego y la pedrada; es el rostro de la marginación extrema, de los excluidos del bienestar exhibido por los gobernantes, es el “baile de los que sobran”. Son los no-aceptados del sistema, son los “otros radicales” del sistema. Erróneamente son llamados vándalos y criminalizados por los medios masivos, sin reparar que son los hijos desamparados de la orfandad social que construye el capitalismo salvaje.
La protesta actual enseña y muestra que Chile no es uno, que tiene más de un rostro. Aunque el poder quiera disociarlos, la calle los une y los acerca, la distancia territorial que los separa se acorta en un espejeo que asimila en una sola pulsión vital y válida el sentido que sacude el orden institucional y demanda la atención que corresponde a la legitimidad de la acción mancomunada del pueblo en unidad. Un solo rostro emerge para convertirse en signo de la rebeldía y el deseo de justicia. Se abre una promesa de comunidad, el de la política ciudadana que se activa en cabildos o en asambleas, en formas de participación conocidas pero ausentadas de una cotidianidad absorbida por el trabajo y los mandatos del consumo con que el neoliberalismo enajena las conciencias.
Se trata de voces que, en los hechos, amplían el reconocimiento y están expectantes de comparecer públicamente y de llamar a pensar en sociedad, a configurar una comunidad que, en sus diferencias, genere nuevas convivencias y un nuevo saber de quiénes somos y de lo que somos, de cómo hemos llegado a estas fracturas. La fragmentación y las exclusiones son visibles en la enorme distancia que nos ha tenido tan ajenos, en los modos, las prácticas y las costumbres. Productos de una misma historia, necesitamos transformarnos en sujetos sociales que, aun en sus experiencias diversas manifiesten pertenencia y horizontes abiertos. Generacionalmente, somos productos carnales y simbólicos, unos de otros, unas de otras, y me pregunto si, alguna vez. dejaremos de ser una genealogía social que se torció en la mala crianza de la cultura del individualismo capitalista que ha reemplazado al ciudadano/a por el consumidor/a, y nos ha obligado a renunciar a bienes sociales que no están en esas lógicas.
Desde
nuestra experiencia en dictadura y transición democrática, el
pensamiento feminista –junto a otros discursos y prácticas críticas– ha
mostrado lúcidamente que lo colectivo es productivo de unidad; que la
pérdida de prácticas políticas y sociales en comunidad llevan a la
disolución de lo social; que el capitalismo
competitivo aísla y produce sujetos desconfiados; que en el
reconocimiento de las diferencias hay modos de ser que acercan y animan
conocimientos mutuos; que nada es más productivo que la afectividad
social que conduce a la sociedad por caminos solidarios compartidos y
liberadores.
Lo sabemos porque el feminismo se ha forjado políticamente en el trabajo y el conocimiento de la sororidad y el pensar colectivo, que funciona en la heterogeneidad de cuerpos y prácticas múltiples, en el juego de las identidades y de tránsitos corporales. A las puertas de una nueva Constitución política del Estado, la diversidad feminista se une en asamblea heterogénea, trabaja y recoge experiencias y reflexiones para construir propuestas sociales y culturales que harán posible pensar una nueva democracia, para una nueva época. Tenemos esperanza.